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CUANDO LLEGA EL INVIERNO: BENEFICIOS DE LA EQUINÁCEA

ALGUNOS PLATOS POPULARES GALLEGOS


Algunos platos tradicionales figurarán hasta el fin de los días en el acervo cultural del pueblo gallego. Es el caso del caldo, un tipo de potaje (nadie en Galicia lo llamará así) que en el mundo rural se comía un día sí y otro también. 

El caldo vello (es decir, el que no está recién hecho sino recalentado) es el más valorado puesto que todos sus ingredientes, desde las patatas a las habas, han concentrado más los sabores. De ser plato con cuyos excedentes se alimentaban los cerdos está pasando a ser una seña de identidad gastronómica in crescendo en lo que se refiere a valoración. 

Otro es la empanada, antiguo donde los haya como demuestra uno de los capiteles del palacio románico del siglo XII construido por el entonces muy poderoso arzobispo Diego Gelmírez, donde está representada para asombro de los visitantes. En realidad, se sabe que una masa de harina servía entonces de plato, y encima se iba echando la comida que acababa en el estómago de los comensales; cuando esa base se empapaba, se pasaba a los criados, a los pobres o a los animales y era sustituida por otra. 

Alguien cuyo nombre no ha llegado hasta nosotros habría decidido comérsela con otra por encima, origen de la empanada, fácil de trasladar de un sitio a otro. 

La empanada consiste en una masa plana rellena, y, aunque las dulces buscan con cierta timidez un sitio en el mapa, la de siempre es salada y con cebolla. ¿Qué lleva dentro? 

Prácticamente lo que se desee, pero nunca sólo vegetales. Así, hay empanada de zamburiñas, de vieiras, de pulpo, de conejo, de lomo de cerdo, de perdiz (famosas las de Lugo), de bacalao, de lamprea (sobre todo en Padrón)... de lo que se quiera, dependiendo de la zona donde se haga. 

La localidad coruñesa de Noia y sus cercanías presumen de tener en exclusiva unas excelentes empanadas de maíz rellenas o con berberechos o con sardina pequeña ( xouba o parrocha). 

La tercera mención sería para el pulpo, un plato totémico, según el ya mencionado Jorge Víctor Sueiro. El octópodo siempre abundó en la costa, pero fueron los monjes del monasterio de Cea y las pulpeiras de O Carballiño (uno y otras, en Ourense) quienes lo lanzaron a la fama. Se perfeccionó la técnica del secado y ahora las pulpeiras se han convertido en estampa clásica en cuanta feria, romería o simple día festivo hay por Galicia entera. 

El pulpo (polbo, en gallego) se prepara á feira. Es decir, cocido, con sal, pimentón y aceite, y servido sobre plato de madera. Sin embargo, en una localidad de la ría de Ferrol, Mugardos, lo preparan de una manera distinta, receta que en todos los establecimientos se transmite de padres a hijos y que, con un pacto de silencio que sigue en vigor, se niegan a revelar. En la isla sureña de Ons lo sirven en caldeirada. 

El último plato a reseñar es el cocido. Alguien lo definió como una variación del caldo y del lacón con grelos, a medio camino entre ambos, pero entra en el terreno de lo discutible el que tales palabras den una imagen real de ese condumio potente donde los haya. 

En Ourense y en las zonas orientales de Lugo no quieren comparar su androlla o su botelo con el cocido en sí, del cual, sin menospreciarlo, aseguran que se queda corto de sabor. En Lalín, capital del cocido, se llevan las manos a la cabeza al oír eso. 

En fin, unos y otros son platos de fiesta, de momentos de riqueza, de celebración, no para todos los días. Requieren mucho tiempo para comerlos, puesto que hay que apreciar una larga gama de sabores, y requieren, por qué negarlo, un descanso inmediatamente posterior a la finalización del yantar. 

Es, desde luego, una experiencia por la cual todos los gallegos pasan varias veces en su vida y por la que deben de pasar los visitantes. Eso sí, como resulta fácil deducir, se trata de platos de invierno donde vuelve a hacer acto de aparición el omnipresente cerdo. Tan omnipresente que en 1509 un bando ourensano disponía, ante la avalancha de gorrinos conviviendo con las personas, que nadie tendrá una cerda en casa ni en la ciudad, nadie alimentará un cerdo en la calle, pudiendo cualquiera dar muerte en el sitio a las personas que así lo hagan. Y por si no bastase la advertencia, insistían por escrito las autoridades en que los marranos no caminarán por las calles, y aquellos que lo hagan serán entregados a los pobres y sus dueños, multados.


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