Cuando nos sentimos enojados, podemos recurrir a los gritos, ya que parece la única opción para transmitir nuestro mensaje o hacer que la otra persona entienda por qué estamos frustrados. Sin embargo, es posible que sientas que este comportamiento está afectando negativamente tus relaciones con los demás y no parece hacerte sentir mejor después.
El primer paso es reconocer que no es la forma correcta de difundir cómo te sientes y, ciertamente, no es la forma más efectiva de comunicar tu frustración.
El poder de la mente y de la razón están muy reñidos con el poder o el tono de la voz. Digamos que son contradictorios, pues cualquier argumento razonado no necesita de ningún elemento externo donde apoyarse. Sin embargo, hay más personas de las que desearíamos incapaces de moderar sus nervios, su carácter y, con ello, su tono de voz.
Esta clase de personas parece no ser consciente de que los gritos y las voces elevadas no son sinónimos de autoridad. Mucho menos lo son de las buenas maneras y la educación. Perder la calma o ser de carácter nervioso tampoco es una excusa válida. Nadie merece que le gritemos, nadie debe ser víctima de ese mal carácter.
Al hablar hay que modular el tono de la voz. No significa que debamos estar pendientes de conseguir el nivel ideal de resonancia, porque cada persona tiene un registro propio y por defecto puede tener un tono más agudo o grave, más alto o más bajo. Pero no hay que recurrir a los gritos para conseguir algo de otra persona ni para dar credibilidad a nuestras palabras. Lo que se consigue es, precisamente, el efecto contrario.
No es que algunas situaciones justifiquen que elevemos el tono de la voz. Pero lo cierto es que el hecho de gritar será aún más nefasto dependiendo de la persona a la que nos dirijamos. Pongámonos en el papel de una madre que se ha enfadado con su hijo pequeño porque se ha portado mal. Si le grita, si le demuestra su enfado alzando la voz, además de faltar al respeto que su hijo le merece, por pequeño que sea, no va a lograr de él que corrija su comportamiento.
Otras personas, por el puesto que ocupan o la situación en la que se encuentran, merecen doblemente nuestro respeto: por un lado, como seres humanos; por otro, por la posición de superioridad que ocupan respecto a nosotros. ¿Cómo entender que un subordinado grite a su jefe cuando le encarga hacer un trabajo que no le corresponde o cuando le pide que se quede hasta más tarde en la oficina?
Los gritos o el elevado tono de voz pueden tener que ver con un enfado repentino, con la decepción y, en el peor de los casos, con el autoritarismo.
Para ciertas personas gritar es un mecanismo de defensa, relacionado con su inseguridad o sus posibles conflictos personales. No encuentran otra manera de encontrar la sumisión que reclaman, no son capaces de pedir las cosas por favor o de exponer sus puntos de vista de manera relajada. Sustituyen, como comentábamos, al poder del raciocinio o la argumentación.
Sepa que el tono de su voz no va a suponer, nunca, un tanto a favor. De la misma manera que el recurso del grito sirve a aquellos que no encuentran otro mejor, la persona a la que gritemos, muy posiblemente, se defenderá ignorándonos o, poco fiel a la educación, gritando también.
Si es usted el sacrificado receptor de las voces de otra persona, aunque se encuentre en una posición superior a la suya, no dude en advertirla de que está dispuesto a admitir una queja, un consejo, incluso una pequeña y quizá justificada lección, pero nunca con gritos o voces elevadas. Nadie, por poder o posición, tiene derecho a gritarle. Ahora bien, si pide, también ha de estar dispuesto a dar. Si no quiere que le griten, tampoco lo haga usted. La educación es, una vez más, el valor que debe imperar.
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